Estación de ferrocarril de Battambang.

Estación de ferrocarril de Battambang.

Camboya tiene, aunque abandonada, una linea de ferrocarril que recorre el país desde Shianoukville (en el sur) hasta la frontera con Tailandia (al oeste). Los franceses la construyeron bajo su protectorado a principios del siglo XX. Fue su gran infraestructura para el transporte del caucho y maíz que el país producía para exportar. Llevaron a Camboya a sus años dorados. Pero la guerra lo arruina todo. Tras la caída del régimen de los jemeres rojos (1979) , todas las infraestructuras de Camboya estaban desmanteladas. Las de ferrocarril no corrieron mejor suerte. Sólo que al contrario de lo que ha pasado con las carreteras, éstas últimas aun siguen hoy en día sin ser recuperadas.

Vieja manga de agua para llenar las calderas de las locomotoras de vapor.

Vieja manga de agua para llenar las calderas de las locomotoras de vapor.

La línea que los franceses construyeron pasa por Battambang, una pequeña y tranquila ciudad que aun respira un cierto aire afrancesado. Sabía de su existencia, pero ignoraba lo que tras ella se escondía. Ahí está la estación de ferrocarril regional de Battambang. Su cartel prácticamente borrado por el tiempo así lo anuncia. Cerrada desde ves a saber cuando, con el reloj de la fachada parado a las 8:02 minutos. Ni uno más, ni uno menos. Los tuk tuk aparcan en la puerta, al fresco, como si esperaran la llegada de algún tren.

El lugar que esperaba encontrar abandonado, no lo está en realidad. Sigo las vías hacia el interior de la vegetación, y allí me encuentro con un montón de gente  que ha fijado sus vidas al rededor de las viejas y oxidadas vías del ferrocarril. Me viene a la memoria el mercado en las vías del tren de Maeklong, en Tailandia. Sólo que por aquí, hace más de 40 años que no pasan trenes.

La tienda de la leña.

La tienda de la leña.

El viejo depósito de agua.

El viejo depósito de agua.

Veo construcciones más allá. Al principio me parecen apenas unas chabolas junto al viejo depósito de agua. Una señora corta leña con mucha más energía de la que gasta su marido tumbado en la hamaca. Está seria y extrañada. Me mira fijamente. Pero acaba por sonreir al paso de mi hello. No hay nada más internacional que una sonrisa.

Siguiendo las vías de más allá, hay más casas -un nombre bastante generoso para lo que en realidad son- y me voy para allí repartiendo mi mejor sonrisa para mitigar el atrevimiento de invadir su intimidad. Soy bien bienvenido.

Reunión familiar.

Reunión familiar.

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Tiendas de barrio, maíz secándose al sol y pollos correteando entre las vías. También me salen al paso -como no- niños. Siempre sin pudor alguno en hacer el payaso ante un extranjero mientras desgastan la única palabra en inglés que saben decir: Hello. Ellos lo hacen siempre todo más fácil.

Llego al final del ramal que resulta inacabado. Me doy cuenta de que en ningún lugar se ocupan las vías. Es como si éstas fueran sagradas. Como si fueran lo único que les define las calles y les da un poco de orden al desorden de sus casas. Pero en este punto la vía termina y no hay excusa. Un trastero y una estructura de troncos donde han colgado un cesto para secar arroz, ocupan las vías. Pero como no interrumpen nada, parece que no importa. La vía termina allí.

Doy media vuelta y me encuentro a un niño que se planta serio delante mío haciéndome una llave de karate (o de lo que sea). Desmonta su pose y se parte de risa cuando le respondo con otra igual de inventada. El abuelo -que le ríe la gracia a su nieto-, no sabe ni una palabra en inglés pero gasta su mejor sonrisa para darme la bienvenida a su barrio. He hecho reír a su nieto y eso le ha gustado.

Kung fu pana o Daniel san...cualquiera de los dos.

Kung fu pana o Daniel san…cualquiera de los dos.

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Las vías se bifurcan varias veces. La estación de Battambang debió de ser muy importante. En cada ramal de vías, una calle con vida propia alrededor suyo. Llego a un claro donde está un viejo vagón de carga. Oxidado y medio comido por la vegetación. Allí, sobre las vías, alguien ha plantado una hamaca colgada entre los hierros oxidados del vagón y el árbol. Es perfecta para disfrutar del atardecer en compañía de los vecinos.

Reunión de vecinos.

Reunión de vecinos.

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Junto al árbol, una mujer me reclama para que vaya a hacerles una foto y vea lo que están haciendo. Dos grupos de adultos juegan con cartas de póker. Juegan apostando dinero y se lo toman muy en serio. Unos se ríen con mi presencia, otros siguen concentrados en el juego. Hay dinero de por medio. Observo a la abuela que hace solitarios con las cartas de póker sobre sus piernas. Aunque le piden jugar en grupo, ella no quiere.

Compro una lata de cerveza en el puesto de bebidas que hay allí, junto al árbol. No está muy fría, prácticamente caliente. Sé que con la sopa de champiñones y sesos que he comido hace un rato, mi estómago va a protestar, pero qué le voy a hacer. Es el producto más caro que tienen en la tienda (apenas medio euro) y les hace especial ilusión vendérmelo a mí.

Mientras disfruto de mi cerveza caliente, el abuelo del niño karateka llega con su bicicleta y me saluda. Se nota que ya somos viejos conocidos.

Los niños vuelven a aprovechar que dejo de moverme, para acercarse. La niña de rojo y su hermano (digo yo) se plantan  frente a mí, posando con cara seria para que les haga una foto. Luego estallan en una carcajada y me piden ver la foto en la cámara. No dejan de repetir hello hello. Sólo al ver la foto en detalle en mi hotel, me doy cuenta de que el crío tiene únicamente dos dedos en su mano izquierda. Agradezco no haberme dado cuenta en el momento o habría sido inevitable caer en ese paternalismo sensiblero que tanto me disgusta y que todos gastamos hacia las personas con alguna minusvalía.

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La niña que chupa trozos de hielo en su vaso de pástico no me deja ni a sol ni a sombra. Ella no sabe decir hello, sólo sabe decir bye bye mientras menea la mano a modo de despedida. La adolescente con síndrome de down también quiere participar de mi presencia y el juego, pero no se atreve a acercarse. Ahí topo yo con mis limitaciones y no sé cómo manejar la situación, así que prefiero no entrar en ella. Opto por seguir diciendo bye bye a la niña de los hielos y acabo yéndome por donde he venido.

Y allí dejo a toda aquella gente con sus vidas entre las viejas vías del ferrocarril, vagones abandonados y cartas de póker. Vuelvo a la estación para echar un vistazo dentro de ella. Viendo el hall vacío, me es inevitable preguntarme cuándo por fin volverán a cobrar vida aquellas vías. Vías que, aun hoy en día, siguen siendo testimonio de las vidas de tantas y tantas personas…

Interior de la estación de Battambang, tal y como se dejó al cerrarse.

Interior de la estación de Battambang, tal y como se dejó al cerrarse.

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