Entrar en los callejones más íntimos de la ciudad de Ho Chi Minh (Vietnam) es siempre un interrogante. No sabes nunca lo que te vas a encontrar. Y sin necesidad de repetir lo que la madre de Forrest Gump decía, debes estar preparado para la sorpresa. No es difícil empezar, sólo hay que elegir uno de ellos y probar suerte. Quizá haya alguien en la entrada sentado en una moto o tendiendo la ropa. Si te levanta una o las dos manos hacia el aire con las palmas abiertas y las menea como si fuera arrancarse a cantarte los cinco lobitos, es que has errado en tu intento. El callejón no tiene salida o es prácticamente el patio de una casa particular. Sigue probando.
Estas grietas transitables entre casas, no esconden más que la tranquila forma de vida que se desarrolla lejos del bullicio de la turística calle de Bui Vien street. Cuando uno se adentra por primera vez en uno de esos lugares no puede evitar pensar -así nos educaron- que algo malo le va a pasar. Que allí no puede haber más que mala gente. Pero obviamente, no es así. Sin duda eres un extraño invadiendo el espacio vital de los que allí viven. Eres el invasor, pero siempre bienvenido. Y lo invades porque en Vietnam, al igual que en otros países asiáticos, la vida se desarrolla en la frontera entre la casa y la calle o directamente en la calle. Calle, callejuela o callejón deja de ser un espacio público para ser también un espacio de uso común donde se vive a nivel de suelo en los quehaceres diarios.
Las familias hacen vida en pequeñas estancias en los bajos de las casas. En la parte superior de la casa puede haber alguna habitación, pero no siempre. Nada de casas luminosas con ventanas; nada de vistas. Las calles son tan estrechas y las casas tan pequeñas, que la única forma de respirar y contar con algo más de espacio vital es salir al exterior, renunciando a aparte de su intimidad. En verdad la estancia principal es la calle. La vida se traslada fuera de la vivienda por necesidad. Es como si las casas tuvieran el suelo inclinado y sus habitantes resbalaran hasta allí para hacer sus tareas en la calle. Dentro sólo quedan los trastos, la tele y el altar con las ofrendas.
Sin muebles. Sin apenas sillas o armarios o sofás, intuyo que los vietnamitas -sin que uno lo haya comprobado empíricamente- tienen el culo bien duro. Muchos pasan el día sentados en el suelo. Cocinando en el suelo, durmiendo en el suelo. Otros se dejan llevar por las comodidades mundanas y posan sus cuerpos en hamacas o sillas plegables para dormir. Pero poco más. En Vietnam todo el mundo es flexible como el chicle, pero con las posaderas acostumbradas al duro suelo.
Dentro de sus casas tampoco cabe mucho más. La nevera, la lavadora (no siempre) y el altar se comen gran parte del espacio. Otros guardan también allí las motos o la bicicleta, o los sacos de arroz. Incluso meten el carro de venta ambulante de Pho -la sopa de fideos vietnamita- fuera de horas de servicio. La calle no siempre es suficientemente ancha como para dejar esos carros fuera y hay que meterlos dentro, aunque sea parcialmente. Porque aunque en estas calles tan estrechas no caben coches, las motos no dejan de circular y hay que respetar su espacio. Nadie puede ocupar más espacio del necesario ni impedir el tránsito en ella. La circulación de las motos en Vietnam (aunque sean calles de un metro de ancho) es sagrada.
Perderse entre estas calles te traslada sin remedio a la dimensión de lo sencillo. Los niños juegan en la calle sin miedo a los coches (no los hay) o se encuentran en el salón recreativo que bien podría sacarse de una película de finales de los años 70. Pero eso es lo de menos, porque cuando se es niño de verdad, para jugar no hace falta un cacharro que bien podría decodificar cadenas de ADN. Así si unos montan una casa de comidas enfrente de su casa, otros un cibercafé o una sala de máquinas de videojuegos, aunque salgan del siglo pasado. El caso es ganarse la vida con algo.
Y así entre gentes sencillas en viviendas sencillas y formas de pasar la vida sencilla, te acabas perdiendo. Pero no es grave, porque siempre sales por algún extremo del barrio a una calle principal. Y vuelve el ruido y el tráfico demencial de la ciudad. Busco otro callejón para evadirme de aquel caos. Dentro se está mucho mejor. Cualquier excusa es buena. Tomarme un té con la abuela que no quiere sonreír a la cámara porque le faltan algunos dientes, o entablas una conversación muy básica con alguien que chapurrea tres palabras de inglés. El caso es estar allí dentro entre callejuelas estrechas el máximo tiempo posible, aunque sea a nivel del suelo pero disfrutando de la vida sencilla.
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