Anoche dormí con tapones en los oídos y antifaz para que ni el ruido ni la luz de la mañana me despertaran. He dormido bien. Muy bien. Me he levantado renovado y con ganas de improvisarme un día de fiesta como el de hoy -día de todos los santos, que no de difuntos- y me he echado a la calle en dirección al Castell de Montjuïc que tengo a apenas 15 minutos de casa….
Como las vistas y las paredes del castillo ya me las conozco -y porque soy cotilla- me he dedicado a observar a la gente. Los turistas y habitantes de Barcelona que allí han coincidido conmigo. Hace un día de otoño precioso, para dejar volar la imaginación bajo el sol. Todo esto que cuento no es más que una invención, un ensayo, elucubraciones sin ninguna -o poca- lógica, que quizá tampoco tengan mucho de verdad. O quizá sí…
Como niños.
Un tobogán de más de 15 metros no pasa desapercibido, ni para los adultos. Los grandullores no se lo han pensado ni un segundo y se han subido para revivir ese momento feliz que todos hemos vivido en nuestra infancia. El momento en el que te deslizas por un tobogán. Mientras tanto -se me ocurre- se olvidan de todo lo que dejaron atrás desde que fueron niños. Todo lo que querían hacer y ser de mayores. Todo lo que ahora -ya cerca de los cuarenta- no han conseguido hecer o han olvidado hacer. Apenas cinco segundos de felicidad -lo que tardan en llegar abajo- en los que vuelven a empezar, en los que recuperan su infancia y lo dejan todo atrás. Cinco segundos en los que les vuelve a quedar toda la vida por delante y pueden volver a soñar con lo que querían ser de pequeños…
La bandera.
El turista de los pantalones verdes me luce una bolsa hecha con una bandera española. Ajeno a muchas cosas, se la ha plantado sin saber, que quizá no es uno de los símbolos más apreciados por aquí -teniendo en cuenta que el Castillo de Montjuïc fue el centro represor y militar franquista contra Barcelona y Catalunya. Pero qué más le da a él los líos políticos que podamos tener aquí. Él está de vacaciones en el país del sol y la sangría y poco -o nada- le importa lo demás. Qué haría si alguien le contara que lo que está haciendo podría ser -en cierta manera- como si se paseara con una bandera de Inglaterra por Escocia. Como pasearse por el Valle de los Caídos de Madrid con una bandera republicana. Como otras tantas cosas que no sé si tienen importancia o sentido… Le observo alejarse en su feliz ignorancia -sin la menor intención de intervenir en semejante tontería- y disfrutando del sol, de su bolsa con la bandera española… Le dejo marchar y sigo deambulando entre aquellos muros, llenos de historias que quizá, deberían ser olvidadas para siempre…
El salto.
Ella aun no lo sabe. Mientras está saltando ya por cuarta vez para conseguir que su amiga le haga una foto como esta, Tatiana ignora que va a ser protagonista de mis cábalas. ¿Pero quién es Tatiana? No lo sé. Tampoco importa. Viaja con una amiga, creo que rusa también -por lo que les oigo hablar, aunque no las entienda. Ha saltado ya unas cuantas veces y se le ve feliz. Radiante diría yo. Podría ser la imagen de un anuncio de artículos higiénicos femeninos, o quizá el sentimiento de plenitud que se supone debemos sentir al pertenecer a una determinada operadora de telefonía. Tatiana no parece tener complejos, se me antoja libre y sencilla. Me la imagino siempre así, pero no sé ni quién es ni cómo es Tatiana. Ni lo sabré. No me ve ni nos miramos, pero ella vuelve a saltar y soy yo -el que la observa- quien logra capturar el instante que ella quería. Con todas las incógnitas sin resolver, sigo mi camino y me llevo -egoistamente- el momento robado a Tatiana…
¡Mira mamá!
La mujer se me antoja de otro país, quizá de oriente medio, de cualquier país con un largo conflicto bélico sin resolver de esos que siempre salen en las noticias. Ella y su hijo -me imagino- han logrado dejar ese horror bien lejos. Viven exiliados. Ahmud ha nacido aquí, en Barcelona, y no ha conocido los horrores de la guerra. El niño, -curioso como todos los niños- se deja impresionar por uno de los cañones que un día bombardearon -como lo hacen todavía hoy en su país- la ciudad de Barcelona. Pero eso él no lo sabe. Quizá ni sepa que aquello es un cañón. En su bendita ignorancia, le está preguntando a su madre -sigo especulando- sobre qué es aquel artefacto y para qué sirve. A su madre le vienen mil imágenes de la guerra, de su país, del sufrimiento pasado y se pregunta cuándo será el momento adecuado para contarle -y empezar a matar la inocencia de su hijo- la verdad del país del que provienen, porqué viven en Barcelona y sobre la utilidad de aquella mole de metal que tanto emociona e intriga a su pequeño…
Custodia compartida.
Este fin de semana le toca a él tener al niño. Es puente y van a poder estar tres días juntos. Como en casa se aburre, se lo ha llevado al castillo de Montjuïc a dar un paseo. La imaginación del hijo vuela al sentirse dentro de una historia imaginaria de fortalezas y guerreros. Entre los muros, el niño deja que su padre le zarandée y juega con él a hacer giros en el aire y a volar sin miendo. Se tienen confianza mutua. Es un momento íntimo entre ellos dos, ajeno a aquellas piedras, lejos de lo duro que es tener que elegir entre su padre o su madre. Porque así es el divorcio. Así es la custodia compartida que sus padres han elegido para él: momentos aislados de felicidad por separado que suplen la falta de él cuando está con ella y la falta de ella cuando está con él…
Dudas.
¿qué te sugiere esta foto? ¿qué habrá pasado entre ellas? ¿…?
… y así imaginando -e inventando historias absurdas-, poniendo palabras inventadas a las caras con las que me he ido cruzando, ha pasado la mañana y ha llegado la hora de volver a la realidad. Bajar del castillo para entrar de nuevo en el ruido del tráfico y las aglomeraciones de Barcelona, una lugar con millones de historias esperando a que les encontremos sus protagonistas…
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