En plena ruta transmongoliana, hice un alto en Krasnoyarsk, donde tenía que encontrarme con Julia y su marido. Julia complementa su actividad laboral organizando visitas organizadas al pueblo de sus padres, una aldea cerca de Chastoostrovskoye. No es un pueblo que a primera vista destaque por su belleza, pero hay decenas de cosas y rincones que le hacen muy interesante. Las casas, muchas de ellas previas a la revolución rusa -como la de los padres de Julia- son tan sencillas y destartaladas que no dejan indiferente. Un invierno allí tiene que ser muy duro.
Admito que esperaba una visita al pueblo privada y tranquila, con su familia y ya está. Para mi sorpresa, Julia había organizado para a mí, una interesante jornada cultural que finalizó con una recepción por parte del grupo folclórico del pueblo. Y a mí que me gusta pasar desapercibido, allí estaba, siendo el centro de atención del pueblo -casi al completo- y siendo fotografiado por la única integrante del periódico local para publicar la noticia al día siguiente.
La tradición manda dar la bienvenida con el Chlebssolyn -literalmente pan con sal- que es eso, un rosco dulce que tienes que mojar en la sal y comer en señal de agradecimiento. Así pues, las señoras del grupo, con sus trajes tradicionales allí estaban expectantes al visitante -ignorante de la que se le venía encima.
Lo que me pareció en un principio una turistada de tamaño king size resultó ser todo lo contrario. La ilusión, humildad y entrega de aquellas gentes era real, sincera y muy cercana. Nunca había vivido una situación como aquella y visto por donde iban los tiros, me dejé llevar y me regalé todo lo que pude con ellas para disfrutar al máximo del momento. No me arrepentí en ningún momento.
En el interior del local social del pueblo, el grupo me dedicó y enseñó -no sin hacerme partícipe entre risas y conversaciones de las que poco o nada entendía- algunas de las danzas de la zona. Julia, con su limitado inglés trataba de explicarme algo de lo que me iban contando, pero poco saqué en claro más que había que divertirse y dejarse llevar. Alguna de aquellas danzas iban bien regadas del siempre presente vodka entre estrofa y estrofa. Así cualquiera entra en el juego. Lo hice tan bien que me ofrecieron un puesto en el grupo. Se ve que van escasas de hombres para esos menesteres, y el señor -a quien se me antojó un gran parecido al señor Ropper de la famosa serie británica de televisión The Roppers– se sentía solo entre tantas mujeres.
Tras los bailes, las mujeres se cambiaron de ropas y se convirtieron en lo que eran, simples mujeres del pueblo para sentarnos a la mesa a comer. Me habían preparado, según me contó Julia, la mayoría de los platos tradicionales de la zona. Platos preparados sólo a base de verduras y hortalizas, por ser lo que más se produce en verano. Un espectáculo visual y gastronómico muy interesante.
Las señoras, no dejaron de brindar y ofrecer sus brindis en mi honor, de los que no entendí todo, pero de los que capté el sentido. Que si por una larga vida, que si por una buena esposa -a lo que alguna de ellas se ofreció gustosamente- o por mi vuelta al pueblo y salud. El caso es que entre las cuatro de la derecha se pimplaron una botella entera de vodka mientras Julia y yo apenas podíamos seguirlas el ritmo sin terminar nuestros vasos.
El vino de frutos rojos que Julia llevó era espectacular, pero las abuelas decían que eso era para gente floja, que no era lo suficientemente fuerte. Vamos, que el vodka era su preferido.
El rato pasó muy agradablemente y al final, hubo algunas de las buenas señoras que me confesó había sido el mejor invitado que había tenido el pueblo de todos los que había llevado Julia. Sus abrazos y besos eran sinceros y me emocionaron.
Aunque desearon que volviera pronto al pueblo, yo sabía que muy posiblemente no volvería a verlas. De todas formas, aquellas horas compartidas, las risas, sus brindis y miradas sencillas, cálidas de quien te ofrece su hospitalidad, no se me olvidarán jamás.
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