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Mientras sigo a mi guía por el Museo del Genocidio Toul Sleng de Phnom Penh (Camboya), me fijo en uno de los edificios y encuentro desafortunado decorar el exterior con grandes arbustos. Las alambradas de espinos y las rejas colocadas en las ventanas para evitar los suicidios de los presos, chocan con lo que representa aquel arbusto. Es como intentar poner bonito lo imposible. La visita a Toul Sleng me está afectando.

El segundo y tercer edificio está lleno de fotografías de presos. Por sus paredes pasaron en apenas 3 años y medio, casi 20.000 personas. Hombres, mujeres y niños. Todos murieron. Sólo sobrevivieron 7 personas.

En las habitaciones donde los presos eran confinados -las antiguas clases de la escuela- se amontonaban más de 60 personas. Sin letrinas. Regados con mangueras desde las ventanas para lavarlos, sólo 3 veces al mes, tenían luego que pasar gran parte del día en pie esperando a que el suelo se secara. En las aulas no hay desagües. Me impacta la fotografía del preso 162 en una de las celdas, con sus compañeros amontonados en el suelo tras él. Me cuesta mirarle a los ojos. A él y a todas los demás víctimas.

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La visita con mi guía sigue entre fotografías de las víctimas. La prisión S-21 no era más que un centro de tortura e interrogación. Si el detenido no tenía más utilidad, su paso por aquellas paredes era relativamente corto. A los pocos días simplemente era llevado a donde se les decía iban a encontrar una nueva casa y trabajo. Era en realidad un campo de exterminio a las afueras de Phnom Penh, como cualquiera de los otros 14.000 esparcidos por todo el país. Con los ojos vendados, la música sonando por los altavoces y el sonido del generador de fondo, eran asesinados sin más. El régimen no quería dejar nadie vivo que hubiera sido detenido, sabía que era un enemigo potencial. Y así hasta 300 personas cada noche. Había más de 100 prisiones de este tipo en todo el país. Los jemeres rojos mataron una cuarta parte de la población camboyana. Casi dos millones de personas. Se me hace difícil de imaginar. No entiendo como estas cosas han podido suceder en el pasado y peor aun, que sigan sucediendo.

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A estas alturas de la visita, no sé qué me duele más. Si la locura del régimen de Pol Pot, que en definitiva era uno de ellos, o que todo aquello se gestó y llevó a cabo con el apoyo político y económico de Inglaterra, Francia y Alemania entre otros. También Estados Unidos y China fueron sus principales promotores. Pero de eso no se habla ni se piden cuentas, sólo del supuesto proceso contra los jemeres rojos. Se me hiere el orgullo mientras observo las manchas de sangre aun presentes en las celdas de aislamiento. Entre los agujeros hechos en las paredes para comunicar las aulas, al fondo, aparece una pizarra de la original escuela que me devuelve al propósito original del edificio. Una escuela. La imagen me altera.

Al llegar a ella, observo que en la pizarra aun hay frases escritas en camboyano y francés con consignas sobre el comportamiento de los presos. Tal cual fue abandonada. Congelada en el tiempo, instrumento de aprendizaje infantil reconvertido en testimonio de los horrores de la locura humana.

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Casi al final de la visita, un alto para conocer a los dos únicos supervivientes vivos del S-21. Venden sus libros donde cuentan su experiencia. Dedican los últimos años de sus vidas a la prisión en la que fueron torturados. Uno de ellos se hace una foto con una australiana que le ha comprado su libro. Me viene a la cabeza una imagen del show de Benny Hill mientras el anciano abraza a la chica. Me parece morboso a simple vista hacerse la foto con él. Incluso que se preste a eso. Pero corrijo mi pensamiento y prefiero no juzgar a lo que se prestarn estos dos ancianos tras haber vivido lo que han vivido. No tengo derecho a hacerlo.

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Quien sabe si estar allí como testimonios vivos del genocidio camboyano, sea su propia terapia. Como un extraña atracción sanadora hacia aquel lugar que les obliga a seguir ligados a las paredes donde fueron encarcelados, torturados y perdieron a sus familiares. Quizás les sirva para estar cerca de ellos, para seguir con vida y no consumirse en la soledad de su vejez sin la compañía de sus seres queridos. Quizás permanecen allí porque en realidad les es imposible volver a ser libres.

Termino mi visita a este trágico lugar y me vuelvo por donde he llegado. Con el cuerpo un tanto descompuesto pero aliviado por irme ya. En definitiva no soy más que un turista que entra y sale en las maravillas y atrocidades de este mundo por puro divertimento. La idea me trastorna aun más…

 

 

 

 

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