Me he levantado a las 4 de la mañana. Querer ver los delfines al amanecer es lo que tiene. A pesar del sueño que tengo, estoy excitado por la novedad. Nunca he visto delfines en libertad y me hace ilusión. Además, voy a montarme por primera vez en una de esas barcas balinesas alargadas con brazos a los lados. Cada país tiene su tipo de embarcación característica, adaptada a las necesidades de su vida diaria y sus mares. Es algo que siempre me parece interesante descubrir cuando viajo.
Empiezo a presentir la magnitud de aquel encuentro con los delfines -si es que los encontramos. Decenas, diría que casi un centenar de otras embarcaciones están haciendo lo mismo que nosotros. Vamos todos al encuentro de esos bichos como si de un enjambre de abejas en busca de una flor se tratara. No lo había pensado, pero era obvio que como yo, otros muchos habían ido hasta allí para lo mismo. En cada barca 4 ó 5 turistas, así que calcula. Las Ramblas de Barcelona más o menos.
Aun así en aquel enjambre de barcas y turistas con los ojos rasgados -unos por ser asiáticos y otros, como yo por dejarnos las gafas de ver lejos en el hotel- logramos ver algunos delfines. Muy bonito, a pesar de el encuentro tenía ya bastante poco de íntimo o idílico.
La hora de volver a puerto va determinada por la cantidad de gasolina que lleva la embarcación. Nosotros volvimos cuando nuestra necesidad de ver cetáceos estuvo saciada – y también porque el barquero no hacía más que mirar el depósito casi vacío. Tuvimos que remolcar una barca a la que se le estropeó el motor. Curioso que nuestro buen humor y risas contrastaba tanto con la cara de acelga cocida que llevaban los guiris de la otra barca. El poco arte del lanzador de la cuerda -agarrado al palo- acaba por relajar el ambiente y por fin les vemos sonreír.
En definitiva, una y no más Santo Tomás. Los avistamientos masivos de bichos son un atentado en toda regla. Si lo sé, no vengo…
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