Después de la aparatosa llegada a Puerto la Cruz, al día siguiente, ya con el cielo un poco más despejado, me apunté en una de las lanchas que llevaban gente a Isla Puinare. La isla está en la entrada al Parque Nacional Mochima y después de lo visto en Morrocoy o Henri Pittier, pues la verdad, me decepcionó bastante. Pero bueno, salir de la zona roja y pasar el día tranquilo en la playa, no era mal plan. Además, según me habían comentado, a partir de las 12:30, llevan a la isla cantidad de pescado fresco y era una oportunidad que no había que dejar pasar.
La lancha me dejó en la isla demasiado pronto. Todavía estaban montando las cosas, y al poco de llegar se empezaron a asomar unas nubes por el horizonte que no tenían muy buena pinta.
Por fin llegó la hora de comer y allí estaba la exposición de todo tipo de pescado y marisco que realmente valía la pena probar. Así que elegí un pargo precioso y me lo prepararon con una salsa y hortalizas picadas que lo hacían delicioso. Además, de guarnición, los mejores patacones de la costa venezolana.
Antes de terminar de comer, se lió a llover con ganas. Me quedé resguardado bajo el tejadillo del restaurante y acabé de disfrutar de mi comida. Pero la lluvia se iba animando cada vez más y no tenía pinta de parar. Me di cuenta, de que si mi reacción inicial al ver llover es ponerme a cubierto, los lugareños no interrumpieron su actividad. Si se va a la playa a bañarse, por qué dejar de hacerlo si llueve. Así que allí estaban todos, estirados en sus toallas, o jugando en el agua… sin inmutarse bajo aquel aguacero.
Como la cosa se puso fea, al final vino la lancha a recogernos antes de tiempo. Cuando yo llegué ya estaba llena y me tocó atrás de todo a la izquierda, justo al borde. Estábamos empapados y el viento y la cantidad de agua empezaba a impresionar. Por fin zarpamos, con lo que seguro era una cierta sobrecarga… hasta la bandera vamos. A mi derecha un tipo enorme (enorme, enorme) a quien el lanchero le insistía se pusiera hacia la derecha para equilibrar la embarcación, cosa que ignoraba continuamente y se lanzaba hacia mi lado. La barca, se inclinaba peligrosamente hacia mi, y el lanchero tenía que conducir con su cuerpo fuera de la barca en el lado contrario para intentar equilibrar el sobrepeso en el mio. Los salvavidas, sin poner, por supuesto, y bien guardados. Empapados hasta arriba y el nivel de agua, a mi izquierda (apenas a 20 cm de mí) por encima de la borda de la lancha (gracias a la velocidad el agua no entraba en la lancha). ¡Por Dios que esto no se pare o nos hundimos!
¡El tio gordo, por favor que se cambie de lado! (tal cual se lo plantó el lanchero) pero nada, caso omiso. No me atrevía a moverme o me iba por la borda. El viento crecía y la lluvia abundante pegaba de lado y nos impedía ver nada. Sólo lluvia y más lluvia, y a lo lejos, la costa. ¡Quiero llegar!
Finalmente, por suerte llegamos (sin necesidad de nadar). Me bajé de la lancha con ganas y una gran sensación de alivio. Estaba empapado, así que me fui rápido al hotel, porque empezaba a sospechar, que cámara, dinero y documentación habían experimentado un grado de humedad más alto de lo recomendable. Estaba todo empapado. La cámara sobrevivió, pero el carnet de vacunaciones era difícilmente legible.
Por suerte al día siguiente ya, me volvía a Caracas y dejaría atrás Puerto la Cruz, la zona roja y esa bendita tormenta tropical…
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