Ray Leh (o también escrito como Railay) tiene un montón de rincones impresionantes, que a simple vista ni te imaginas que están allí. Como por ejemplo lo que esconde una de sus montañas en su interior: una laguna al más puro estilo del mundo perdido.
Empiezas tu camino por el camino que lleva a la playa de Phranang, bajo las formaciones cársticas de la montaña. La verdad es que me sorprendió lo que encontré.
A mitad de camino, verás en la ladera de la montaña, un montón de cuerdas que suben hacia arriba. Ese es el inicio de la aventura. El cartel que reza Danger (Peligro), te avisa de que lo que ahí vas a encontrar no es poca cosa.
El francés con el que estuve hablando en el ferry, me había informado sobre la excursión a la laguna interior de Railay, algo que sin ser fácil, era imprescindible intentar e ir bien equipado. Además, con mi criterio más que acertado, confirmé la dificultad de la excursión con la recepcionista del resort, quien concluyó su dictamen con un simple y claro ohh it’s easy! (oh es fácil!) y lo firmó con esa típica sonrisa tailandesa que tan agusto te deja.
Es recomendable vestir con pantalón largo y botas adecuadas para la montaña e ir bien preparado para el barro, agua y rocas muy, muy resbaladizas y puntiagudas. Si llevas una bolsa, que sea bien pequeña e impermeable. Mejor si no llevas nada. Te advierto, que en realidad, es bastante peligroso y no todo el mundo logra llegar. También te cuento que no habían cadáveres por el camino, así que bueno, inténtalo al menos.
Justo antes de iniciar mi escalada me encontré con 3 americanos al pie del camino, que parecía que habían llegado de la guerra. Llenos de barro, mojados y con una cierta cara de susto. Me indicaron que la excursión era increíble, pero que hay 3 paredes que hay que bajar en vertical también increíbles. Me espantaron un poco aunque no era consciente de la magnitud de la tragedia en la que me iba a meter.
Había llovido mucho y las nubes tapaban la luz del sol así que no debía tardar mucho en iniciar la marcha para evitar quedarme sin luz… en mitad de lo desconocido.
Para subir, tienes que ayudarte sí o sí con las cuerdas que están extendidas por el suelo. Se confunden con las raíces, y éstas se te enganchan en los pies y te hacen caer más de una vez. Las primeras subidas se antojan complicadas, pero nada comparado con lo que vendría después.
Siguiendo el camino arriba, tropiezas con una bifurcación. Coge el de la izquierda hasta ver el indicador que te lleva hacia el viewpoint. No tiene pérdida, aunque hay más de un camino para llegar. Desde allí tienes una visión estupenda y completa de Railay.
Volviendo sobre tus pasos coges el camino de la derecha para arrastrarte y tropezar entre desniveles de barro y cuerdas hasta llegar a un gran árbol. Algo espectacular. Sólo el tronco ya impresiona. Hasta allí el camino tiene una dificultad relativa, ya que es símplemente un tema de barro y resbalones que no pasan de ahí.

Una parte de la base del árbol de cerca. Un adulto apenas llega con el brazo estirado a la marca horizontal del tronco.
Tras pasar el árbol gigante, hay una serie de paredes descendentes y barrizales para que te ambientes y disfrutes como los gorrinos en el barro. Si no te habías pringado antes, ahora ya no te salvas.
Al final, y cuando ves que la cosa no es para tanto (qué exagerados esos tres americanos, pensé) llegas al borde del abismo. Una brecha en la montaña deja entrever al fondo y muy abajo, el agua verde de la laguna entre enormes plantas y puntiagudas rocas.
Lo malo, es que para llegar hay que descender tres paredes verticales de entre unos 15 o 20 metros cada una. A eso se referían los benditos americanos…

Parte de la primera pared mirando hacia arriba. Si te fijas en el centro verás la cuerda y por dónde se desciende.
Ahí entendí lo increíbles que era aquellos descensos. Por suerte yo iba equipado con mis botas (con las que había hecho el Camino de Santiago en 2004) y un pantalón largo de algodón y… bueno, también iba bien cómodo y ligero sin calzoncillos. Tenía todo menos lo puesto en la lavandería y hasta la noche no podía ir a recogerlo. Ya me había pasado antes en Chiang Mai a la hora de hacerme un masaje y desde entonces había prescindido tanto de ellos que no los había echado de menos antes de iniciar mi ruta. Total, más fresquito y cómodo para hacer contorsiones, rápido y ágil como spiderman… ¿o es que crees que spiderman lleva los calzoncillos debajo del traje de hombre araña? Vamos…
Había llegado hasta allí por un camino nada fácil. Con o sin ellos (mis calzones) yo iba a bajar aquellas rocas,… De eso yo no tenía ninguna duda.
Lo peor de todo es que una vez inicias el descenso, y como vas hacia abajo, con las manos vas agarrado a las cuerdas y aguantando el peso mientras que a ciegas, con los pies, intentas encontrar donde apoyarte entre las pocas rendijas de la roca llena de barro y resbaladiza como si fuera hielo. De hecho había quien dejaba el calzado arriba y descendía descalzo para agarrarse mejor a la roca.
Ni se te ocurra iniciar el descenso si no vas con más gente por delante o por detrás. Hacer aquello solo es realmente arriesgado. Un resbalón y te puedes meter una torta bien gorda.
A medio descenso ya vi que aquel estropicio no tenía solución, en ocasiones me veía incapaz de seguir o encontrar dónde poner los pies sin que nadie me guiara desde abajo. Tienes que agarrarte a las cuerdas como si fueran tu vida, y las manos te arden, y no tienes más remedio que seguir agarrado a ellas. En la segunda pared, tuve que descolgarme tres metros hasta el suelo a peso por la cuerda sin poder poner los pies en ninguna roca y es que ser bajito no es lo mejor para la escalada. Aquellas rocas no estaban hechas a mi medida.
Reconozco que hubieron momentos que pensaba ¡qué puñetas hago aquí dentro y solo! (sustitúyase puñetas por la expresión que mejor te encaje). La gente debía haber desaparecido y yo estaba allí atrapado en el segundo descenso hasta las orejas de barro y arañazos, temiendo que en una de esas, se me rompiera el pantalón quedándome con las vergüenzas al aire.
El último tramo se supera pasando el cuerpo por un tubo de roca antes de iniciar el descenso vertical. Hay que encararlo mirando adelante, y no a la montaña. Parece imposible, pero es así como hay que hacerlo. Siempre mejor observa cómo lo hacen los de delante. Una vez pasado, estás a 15 metros del suelo en una pared vertical estupenda. Ahí te las apañes.
No sé cómo, pero lo conseguí. Temblando y con las manos destrozadas, llegué abajo. Lo había conseguido.
La laguna se presentaba allí enfrente mío, tremenda. Detrás mío, podía ver lo que había descendido y comprendí el tamaño de la locura que acababa de hacer (al menos para alguien que no está acostumbrado a hacer el cabra de aquella forma)
Todo mi orgullo quedó maltrecho en cuanto apareció una niña de apenas 9 años con sus padres alemanes, que saltaba entre rocas y se deslizaba por las cuerdas como si de un chiquipark infantil se tratara. Una escena surrealista, vamos. Fue cuando tomó sentido aquello que dicen de que no le digas a un niño lo que puede o no puede hacer. Que sea él mismo el que encuentre sus propios límites.
El premio a todo aquel gran esfuerzo es bañarte en la laguna. Como si se tratase de un macarrón gigante con el interior lleno de agua. La vegetación y la luz de la tarde me presentó aquella maravilla como si me encontrara en el mismo centro de la tierra o hubiera viajado al mundo perdido. Era una visión increíble.
Para mayor orgullo y gloria mía, a la hora de bañarme caí en que me faltaba algo. ¡Mecachis! ¡Todo aquel esfuerzo para bañarme en la laguna y me había dejado el bañador en el resort! La opción de bañarme en calzoncillos quedó automáticamente descartada por no disponer de ellos… momentos brillantes que tiene uno.
Así que me arremangué el pantalón, me quedé descalzo y al agua. Como tampoco había traído zapatillas para entrar en el agua, me destrocé la planta de los pies porque el fondo es de rocas que se clavan como agujas. Pero empapado de sudor y barro como estaba, eso era casi lo de menos. Haber llegado y sentir aquel agua fresca era una bendición.

Aunque pueda haber gente, suele ser muy respetuosa con el silencio y la experiencia que allí se vive.
Tras la sesión de fotos de rigor (pocas porque todavía estaba temblando del esfuerzo), intentaba no pensar demasiado en cómo iba a ser capaz yo de trepar por aquellos malditos 50 metros de desnivel vertical…
No te espantes. Para mi sorpresa, descubrí que la ascensión es mucho más sencilla, porque ves dónde ir poniendo los pies mientras que con los brazos te ayudas en ir trepando. No sin algún que otro susto (sobretodo el tramo del tubo de roca inicial en el que tienes que llegar arriba y entrar de espaldas para subir al tubo sentado. Es realmente complicado.
Procura no hacer la ascensión solo y sobre todo, asegúrate de ir dejando las cuerdas en sus sitio porque es fácil descolocarlas y si no están en su sitio, dejas a los de atrás sin posibilidad de poder subir. Que es que es lo que hice yo sin darme cuenta, suerte que los vascos que iban detrás mía se dieron cuenta a tiempo que si no la lío.
Al final de la aventura, descubrí que el tema podía haber sido peor si mis botas se hubieran acabado de romper a mitad de camino…
Al llegar de nuevo al hotel, con las piernas todavía temblando, las manos ardiendo por el esfuerzo, empapado de barro y sudor de arriba a abajo, magullado y lleno de arañazos, me encontré a la recepcionista que me había dicho que aquella excursión era fácil. Me la miré y le dije mientras se reía de mí… ¿Fácil? ¿esa excursión era fácil?
2 comentarios
[…] de las dos cuevas del lugar, junto con la Cueva de Phranang (cerca de la playa de Phranang) y la laguna interior. Cada hoja de la planta es casi tan grande como […]
[…] siempre he llevado un petate pequeño de plástico bastante rígido que compré en Rayleh (Tailandia) para salvaguardar mis cosas (la cámara sobre todo) pero no acaba de ser muy funcional. Ni de […]